Leo con un escalofrío una cita de Mallarmé, poeta extrañísimo: “La destrucción fue mi Beatriz”, frase que me conduce del infierno hacia el cielo.
Mallarmé está hablando de la inspiración y de la muerte. Beatriz, inalcanzable, casi parece no haber existido de tan lejana. Ella, sin embargo, fue la brisa que empujó a Dante al paraíso
Me refiero a Dante, a Beatriz, a Mallarmé (él decía que todo existe para llegar a un libro), porque mi lápiz se atasca, pierde fuerza, cuestión que no le achaco a los años -y ya diré por qué- sino a un entumecimiento temporario de las emociones. En cuanto me mude a un lugar verde, apacible, serrano, donde canten los pájaros, volverá a cantar mi pluma, no importa si muy bien o muy mal
Pero, amigos, ¿qué es la inspiración, quién es Beatriz?
Nadie se atrevería a decir hoy que la inspiración no existe, después de toda una polémica que abarcó el siglo XX, aunque a la palabra algunas veces se la despoje de su miriñaque y se la nombre como energía, como ímpetu
Ímpetu para llenar la página tan necesario como para subir una montaña
Energía que duerme en nuestra oscuridad y despierta a la mano para que escriba, dibuje, esculpa o cubra de notas un pentagrama, de números una pizarra.
La Beatriz real fue una niña de nueve años de celestial belleza que Dante entrevió un día al pasar por la puerta de su casa. La Beatriz más real es la que “inspiró” la Divina Comedia, la que lo condujo hacia la puerta de su gloria, la que todos recordamos como guía de un cielo literario y eterno. Esa misma Beatriz se convirtió en Mallarmé en la muerte de su hijo pequeño, para quien en forma de poemas construyó una cuna y una tumba.
Envejecer no roba inspiración
Son otros los ladrones de los fuegos sagrados.
La vejez es un momento de alta sabiduría: o la calma de la tormenta, o -¿por qué no tener esperanzas?- la calma antes de la tormenta.
Tal vez no se apagaron los fulgores y nos esperan otros más benignos, pero lo cierto es que con gran delicadeza algo de nuestro Yo se apagó y empezó a crecer en nosotros una comunión deliciosa con lo que es más que él, quizá con lo que es Todo.
Ya no necesitamos imposturas, en estos días de vejez.
Ya no necesitamos seducir ni seducirnos a nosotros mismos.
Nos quedamos sin cáscara, pelados y desnudos de adornos, con todas las máscaras caídas; y ese Yo que empieza a ser Todo como un árbol gigante nos otorga riquezas variadísimas: el mundo es mi casa, todos los hombres y mujeres, todas las sombras que vagan por el mundo soy yo; hasta los fantasmas.
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